La herencia española dejó bien sembrada
en la población el interés por la tauromaquia y los gallos. Mucho antes de que
se organizaran las Ferias y Fiestas en el mes de diciembre, las festividades patronales
de las parroquias o el mismo carnaval, servían para mostrar las ocultas cualidades
taurinas de unos cuantos jóvenes nativos. El Estadio Municipal “5 de julio” —como
antes se llamaba el campo deportivo de Capacho—, servía como improvisado “ruedo”
para el exhibicionismo de los jóvenes.
Ellos eran más valientes y atrevidos si
en la tribuna había alguna simpática y agraciada chica que les hiciera palpitar
el corazón con mayor intensidad. Eran muchos los que salían a desafiar los
peligros frente a un bravo toro. Pero el estilo de Domingo Pérez era inimitable
en la ejecución de pases y lances. Sólo le faltaba el traje de luces para
parecer un torero de verdad, aunque en ciertas ocasiones tuvo que lanzarse literalmente
bajo la plataforma de un carro para salvar el pellejo.
Luego vinieron las ferias de cartel.
Orlando Vargas era uno de los organizadores, junto a otros promotores. Los
novilleros Antonio Gil “El Táriba”, Pepe Gil, Curro Zambrano, Paco Varela y
Germán Sánchez, entre otros, son algunos de los nombres que perduran en el
recuerdo. Gladys Mora, Socorro García, Nancy Sánchez, Haydee y Edita Méndez, Aimara
Guerrero, entre otras simpáticas jóvenes, tuvieron el privilegio de portar las
primeras coronas como soberanas del ferial de Pregonero.
—¿Le
llevo el capote?, preguntaban los niños a los novilleros en la puerta del Hotel
Los Andes, donde solían hospedarse y prepararse para la faena. Como no había
dinero para pagar las entradas a la corrida, los párvulos suplicaban a los
novilleros para que los ingresaran a la plaza, llevando las capas y el capote —nunca
las espadas o banderillas—. Pero Julio “Morrocoy”, el portero de la plaza de
toros, se encargó de frustrar el sueño de más de un infante, aún después de
estar dentro del entablado.
Los
espacios correspondientes a la cancha del liceo, el CDI, el Parque La Misión se
acondicionaban para armar la plaza de madera. Los toros pertenecían casi
siempre a la ganadería de don Andrés Roa. Sólo se mataba el sexto y último
toro. Los bromistas de siempre pedían a gritos el sacrificio de cualquiera de
ellos. El novillero caía en la tentación, frente a la gritería del público e
insinuaba la muerte, con la señal de costumbre, mientras el propietario se
salía de las casillas y gritaba a todo pulmón:
— Si me matan ese toro, me lo pagan.
Sólo el último, sólo el último.
— ¿Le llevo el capote? Era el ruego habitual
de los muchachos pobres frente a los novilleros. Pero sólo podían ingresar a
uno, si Julio “Morrocoy” lo permitía. Los demás tenían que ingeniárselas para
colarse en cualquier descuido de la policía, sobre todo cuando la faena se
ponía interesante y los funcionarios del orden se descuidaban. Si no a mirar
por los huequitos o subir hasta la loma para ver de lejos…
José
de la Cruz García Mora