lunes, 29 de julio de 2013

¿Le Llevó el Capote?

          La herencia española dejó bien sembrada en la población el interés por la tauromaquia y los gallos. Mucho antes de que se organizaran las Ferias y Fiestas en el mes de diciembre, las festividades patronales de las parroquias o el mismo carnaval, servían para mostrar las ocultas cualidades taurinas de unos cuantos jóvenes nativos. El Estadio Municipal “5 de julio” —como antes se llamaba el campo deportivo de Capacho—, servía como improvisado “ruedo” para el exhibicionismo de los jóvenes.
          Ellos eran más valientes y atrevidos si en la tribuna había alguna simpática y agraciada chica que les hiciera palpitar el corazón con mayor intensidad. Eran muchos los que salían a desafiar los peligros frente a un bravo toro. Pero el estilo de Domingo Pérez era inimitable en la ejecución de pases y lances. Sólo le faltaba el traje de luces para parecer un torero de verdad, aunque en ciertas ocasiones tuvo que lanzarse literalmente bajo la plataforma de un carro para salvar el pellejo.
          Luego vinieron las ferias de cartel. Orlando Vargas era uno de los organizadores, junto a otros promotores. Los novilleros Antonio Gil “El Táriba”, Pepe Gil, Curro Zambrano, Paco Varela y Germán Sánchez, entre otros, son algunos de los nombres que perduran en el recuerdo. Gladys Mora, Socorro García, Nancy Sánchez, Haydee y Edita Méndez, Aimara Guerrero, entre otras simpáticas jóvenes, tuvieron el privilegio de portar las primeras coronas como soberanas del ferial de Pregonero.
          —¿Le llevo el capote?, preguntaban los niños a los novilleros en la puerta del Hotel Los Andes, donde solían hospedarse y prepararse para la faena. Como no había dinero para pagar las entradas a la corrida, los párvulos suplicaban a los novilleros para que los ingresaran a la plaza, llevando las capas y el capote —nunca las espadas o banderillas—. Pero Julio “Morrocoy”, el portero de la plaza de toros, se encargó de frustrar el sueño de más de un infante, aún después de estar dentro del entablado.
          Los espacios correspondientes a la cancha del liceo, el CDI, el Parque La Misión se acondicionaban para armar la plaza de madera. Los toros pertenecían casi siempre a la ganadería de don Andrés Roa. Sólo se mataba el sexto y último toro. Los bromistas de siempre pedían a gritos el sacrificio de cualquiera de ellos. El novillero caía en la tentación, frente a la gritería del público e insinuaba la muerte, con la señal de costumbre, mientras el propietario se salía de las casillas y gritaba a todo pulmón:
          — Si me matan ese toro, me lo pagan. Sólo el último, sólo el último.
          — ¿Le llevo el capote? Era el ruego habitual de los muchachos pobres frente a los novilleros. Pero sólo podían ingresar a uno, si Julio “Morrocoy” lo permitía. Los demás tenían que ingeniárselas para colarse en cualquier descuido de la policía, sobre todo cuando la faena se ponía interesante y los funcionarios del orden se descuidaban. Si no a mirar por los huequitos o subir hasta la loma para ver de lejos…
José de la Cruz García Mora

No hay comentarios:

Publicar un comentario