Aún no se
entiende por qué los adultos de antes permitían a los niños observar el proceso
de castración de los cerdos. “Capar al puerco” era el término popular utilizado
para denominar la extracción de los genitales del animal. Los hombres, dueños
absolutos de la fuerza, eran los encargados de atar y operar posteriormente a
los lechones. Los chillidos del cochino se oían en toda la cuadra. Los
chiquillos siempre estaban ahí, curioseando, viendo los sufrimientos del animal
disminuido.
Tampoco se entienden la extraña
atracción que ejercían los recibos de luz frente a la chiquillada de entonces. Los
adultos salían a las puertas de las casas a cancelar el servicio al cobrador
ambulante. El funcionario de CADAFE, en prueba del pago, marca el recibo con el
matasellos en alto relieve y lo devuelve al propietario del inmueble. Los
niños, invariablemente, curiosos como siempre han sido, tomaban el papel para
acariciar suavemente el fantástico sello de la empresa eléctrica.
Las tragedias infantiles comienzan
cuando los benjamines asocian la castración de los cochinos con el estampado en
alto relieve de los recibos de luz. Pueden imaginar los testículos de un niño
marcados en alto relieve con el sello y el símbolo de CADAFE. Aquello era un
delirio alucinante, una frustración espantosa, un trauma insuperable. Algunos
padres caían en la picara complicidad, al azuzar al cobrador para asustar de
manera terrorífica a los niños más rebeldes e inquietos.
Nadie
sabe cuándo surgió la tradición, ni quién fue la primera víctima. Edecio Mora,
el cobrador de CADAFE, se encargó de difundir la fama de “Capador de Niños” por
todos los contornos urbanos de Pregonero. Corea, El Calvario, Capacho, El
Trópico, La Avenida, Potreritos, Plaza Miranda, Plaza Bolívar, Calle San
Antonio, El Cementerio. En todos los confines, el hombre se convirtió en el
coco de los niños. Lo curioso es que parecía disfrutar con el terror dibujado
en el rostro de los pequeños.
—Llegó
la Capa, llegó la capa, llegó la capa, solía gritar de repente en cualquier esquina
del pueblo, mientras manipulaba el matasellos de la empresa con la mano derecha
en alto. En el acto desaparecían todas las almas de la calle. Pobre del párvulo
que osara dárselas de valiente. Él tenía sus mañas para hacerlo huir
despavorido. Entonces lo perseguía hasta el aposento, debajo de la cama, en las
enaguas de la madre, en el solar, en el “soberao”, blandiendo el matasello maliciosamente.
—Ahí
viene la capa, alertaba un niño cuando veía al personaje. La chiquillada dejaba
todo tirado: metras, juguetes, cromos, billetes. Lo importante era poner tierra
de por medio y ponerse a salvo. Los más grandes aprovechaban la ocasión para
robarse las cosas de los pequeños. Todos los que se dejaron atrapar tienen una
historia de espanto que contar a las nuevas generaciones. Los niños quedaban
lívidos, temblorosos, casi muertos, mientras el funcionario se marchaba
sonriente.
José de la Cruz García Mora
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