sábado, 27 de julio de 2013

Ahí viene la Capa

Aún no se entiende por qué los adultos de antes permitían a los niños observar el proceso de castración de los cerdos. “Capar al puerco” era el término popular utilizado para denominar la extracción de los genitales del animal. Los hombres, dueños absolutos de la fuerza, eran los encargados de atar y operar posteriormente a los lechones. Los chillidos del cochino se oían en toda la cuadra. Los chiquillos siempre estaban ahí, curioseando, viendo los sufrimientos del animal disminuido.

Tampoco se entienden la extraña atracción que ejercían los recibos de luz frente a la chiquillada de entonces. Los adultos salían a las puertas de las casas a cancelar el servicio al cobrador ambulante. El funcionario de CADAFE, en prueba del pago, marca el recibo con el matasellos en alto relieve y lo devuelve al propietario del inmueble. Los niños, invariablemente, curiosos como siempre han sido, tomaban el papel para acariciar suavemente el fantástico sello de la empresa eléctrica.

Las tragedias infantiles comienzan cuando los benjamines asocian la castración de los cochinos con el estampado en alto relieve de los recibos de luz. Pueden imaginar los testículos de un niño marcados en alto relieve con el sello y el símbolo de CADAFE. Aquello era un delirio alucinante, una frustración espantosa, un trauma insuperable. Algunos padres caían en la picara complicidad, al azuzar al cobrador para asustar de manera terrorífica a los niños más rebeldes e inquietos.

Nadie sabe cuándo surgió la tradición, ni quién fue la primera víctima. Edecio Mora, el cobrador de CADAFE, se encargó de difundir la fama de “Capador de Niños” por todos los contornos urbanos de Pregonero. Corea, El Calvario, Capacho, El Trópico, La Avenida, Potreritos, Plaza Miranda, Plaza Bolívar, Calle San Antonio, El Cementerio. En todos los confines, el hombre se convirtió en el coco de los niños. Lo curioso es que parecía disfrutar con el terror dibujado en el rostro de los pequeños.

—Llegó la Capa, llegó la capa, llegó la capa, solía gritar de repente en cualquier esquina del pueblo, mientras manipulaba el matasellos de la empresa con la mano derecha en alto. En el acto desaparecían todas las almas de la calle. Pobre del párvulo que osara dárselas de valiente. Él tenía sus mañas para hacerlo huir despavorido. Entonces lo perseguía hasta el aposento, debajo de la cama, en las enaguas de la madre, en el solar, en el “soberao”, blandiendo el matasello maliciosamente.

—Ahí viene la capa, alertaba un niño cuando veía al personaje. La chiquillada dejaba todo tirado: metras, juguetes, cromos, billetes. Lo importante era poner tierra de por medio y ponerse a salvo. Los más grandes aprovechaban la ocasión para robarse las cosas de los pequeños. Todos los que se dejaron atrapar tienen una historia de espanto que contar a las nuevas generaciones. Los niños quedaban lívidos, temblorosos, casi muertos, mientras el funcionario se marchaba sonriente.

José de la Cruz García Mora

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