sábado, 21 de septiembre de 2013

¿A quien se le iba a fugar usted?

La seguridad y el orden público tal vez sean las exigencias más frecuentes de los ciudadanos frente a las autoridades. No importa la dimensión ni la complejidad de la comunidad ni de las relaciones sociales, en el campo o la ciudad, en el barrio o la urbanización, en la casa o el edifico, todos los vecinos quieren vivir en paz y armonía. En tal sentido, en los pueblos andinos, la figura del policía uniformado representa un sólido referente de respeto comunitario y un paradigma de disciplina y seguridad.
          Ellos tienen el deber de velar por la tranquilidad ciudadana y los vecinos, al mismo tiempo, llegan a confiar en el aplomado juicio de los agentes del orden. Así se configura la fórmula perfecta de convivencia y armonía. La seguridad está garantizada mientras los agentes policiales se mantengan dentro de los parámetros legales y cumplan con los propósitos y responsabilidades definidas dentro del marco legal. Policía y ciudadano aprenden a vivir en sociedad y armonía.
          La cotidianidad en Pregonero pocas veces se ve alterada por acontecimientos extraordinarios. Como dijo algún humorista venezolano: “es un pueblo en el que casi nunca pasa nada”. Hace varias décadas era una comunidad bucólica y pasiva. Los policías, por malicia o comicidad, solían divertirse con la ingenuidad y el espanto de los niños y mozalbetes, haciendo simulacros de persecución cuando estos permanecían en las calles jugando canicas, elevando cometas o bailando trompos.
          Aún permanecen frescas en la memoria las imágenes de infantes huyendo despavoridos por la repentina presencia de los uniformados de azul. Hasta los miembros de la Banda Bolívar podían asustar al muchacho más pintado, pues tenían un uniforme muy similar a los agentes policiales. Más de un valiente terminó rumiando el temor en las enaguas de la madre, o escondido debajo del catre, en el aposento más oscuro y recóndito de la casa, con tal de evitar la presencia policial.
          Muchos agentes prestaron servicios en la comunidad uribantina en asuntos de seguridad y orden público mucho más serios. Muchos nombres aún perduran en la memoria del pueblo. Taparita, Ternolio, Gregorio Pérez, Luciano, Gonzalo Pérez, Antonio “Pato” García, Luis Toro, Francisco García, Carrillo, el sargento Castillo y tanto otros representantes de las generaciones más antiguas. A muchos de ellos la gente ni siquiera los reconoce por el nombre de pila, sino por el apodo u otro remoquete.
          Severiano Ramírez se convirtió en el mejor estratega a la hora de atrapar a los solicitados. El hombre se acercaba con cautela, estrechaba la mano del convicto, lo invitaba amablemente a ir hasta la comandancia para resolver “un problemita”, una tontería, asegurando que pronto retornaría a los quehaceres. El chico iba junto al agente conversando. Pero en la puerta del cuartel le daba un repentino empujón y decía en tono enérgico:
          —¿A quién se le iba a fugar usted?

José de la Cruz García Mora

Pasteles de Arroz y chispitas de carne

          Seguramente, en ciertas ocasiones, algunos muchachos han salido por las calles del pueblo en calidad de vendedores ambulantes, ofreciendo al público algunos productos de consumo inmediato: pasteles, helados, cotufas, empanadas, coquitos, vikingos, cocadas o cualquier merienda. La idea tal vez sea asegurar el ingreso de algunas monedas para satisfacer algún capricho momentáneo. Pero hay jóvenes que convirtieron la experiencia en tradición y herencia familiar.
          El asunto es ejemplo claro del verdadero relevo generacional. Allí nadie quiere perpetuarse en el oficio. El servicio se presta durante unos cinco años, mientras se pasa de niño a adolescente. Una vez que el bozo está bien poblado, para decirlo en términos populares, el cargo le corresponde al menor que sigue en la crianza, porque el chico busca otros destinos mejor remunerados. Si todos los hijos se hacen adultos, entonces, el papel de vendedor corresponde a los nietos.
          Liceria Montilva de Sánchez y Lucila Durán son mujeres que han visto crecer los hijos y nietos en las faenas del trabajo. A Valmore, Julio y Armando, los hijos de Lucila Durán, así como al nieto Cristian, siempre se les vio por las calles del pueblo, con la canasta al brazo, ofreciendo “pasteles de arroz con chispitas de carne”, como ellos mismos pregonaban a los cuatros vientos para cautivar a la clientela. Ahora le toca a la misma Lucila Durán, porque todos los hijos y nietos se hicieron hombres.
          Lo mismo puede decirse de Agustín, Ramón “Palo ‘e Coca”, Jorge “Tripón”, Elizabeth y Gabaldoni Sánchez Montilva, los hijos de Liceria Moltilva, así como de Jonathan, el nieto de la dama. Seguramente, otros hijos y nietos en algún momento también fueron fieles exponentes de la tradición familiar. Pero en las capturas memorísticas no se conservan registros visuales del desempeño de los mismos por las calles de la ciudad, en busca de clientes para despachar la mercancía.
          Ellos salían consuetudinariamente a vender las ricas meriendas, con la canasta terciada en el brazo izquierdo y el picante en la mano derecha. Es una imagen clara, persistente e imborrable. En los recuerdos también aparecen los hermanos Rubén y Rodolfo Méndez, aunque la gente los identifica por el apellido Camacho, vendiendo los ricos y crujientes pasteles preparados por doña Catalina de Buitrago. Ellos también sacrificaron muchas horas de la niñez en responsabilidades laborales.
          El trabajo infantil es una de las demandas que la modernidad intenta suprimir a toda costa, evitando que los niños asuman responsabilidades en la producción de dividendos económicos. Pero cuando los imperativos del hogar exigen el concurso de los familiares en tareas remunerativas para complementar el ingreso de la casa, estos se convierten en baluartes de lucha y trabajo, sacrificando largas horas de juego y diversión, para contribuir con la economía hogareña…

José de la Cruz García Mora

Las Cartas de Siete Vicios

          Ahora los mensajes llegan al instante por internet o vía celular. En la cocina puede faltar la comida. Pero nadie está dispuesto a sacrificar la posesión del teléfono móvil. Hasta las aldeas más remotas tienen acceso a las redes sociales y todos luchan por acceder a la tecnología de punta en materia de comunicaciones. Cualquiera puede mendigar una empanada o un refresco en la cafetería del pueblo, con la seguridad de que en el bolsillo lleva un costoso y sofisticado aparato.
          La inaccesibilidad por vía terrestre y las dificultades para las comunicaciones siempre han sido los problemas más acuciantes de los uribantinos. Incluso, las centrales de telefonía fija nunca han tenido capacidad para más de doscientas llamadas de salida. Los servicios de telegrafía y correspondencia funcionan en Pregonero desde la década de los años 40 del siglo XX. Muchos ciudadanos han prestado grandes servicios a la localidad en la distribución de cartas a domicilio.
          Uno de aquellos funcionarios fue César Ramírez, mejor conocido entre la gente como “siete vicios”. Armando Márquez también cumplía similares roles dentro de la colectividad. Era usual verlos trajinar a pie por las calles del pueblo, llevando las misivas que llegaban desde otras latitudes con las noticias de los familiares lejanos. Cornelio Mora, en cambio, destacó por cumplir funciones administrativas dentro de la oficina y muy ocasionalmente salía a repartir las cartas.
          A César “Siete Vicios”, como asiduo espectador de los juegos de Softball, era fácil verlo en las graderías del Estadio Municipal disfrutando las incidencias del espectáculo deportivo. Es difícil saber si las apuestas figuran entre las predilecciones informales del caballero. Pero el fanatismo político nadie se lo discute. Era ejemplo fehaciente de aquella vieja consigna romuliana: “Adeco es adeco hasta que se muere”. Él sentía gran orgullo de la filiación partidista que había escogido.
          Como distribuidor de cartas a domicilio, el hombre recorría a pie las calles del pueblo y sabía con precisión las direcciones de la gente. Nunca jamás se le llegó a ver con el pelo revuelto, ni con el rostro sudoroso, porque siempre tuvo buen cuidado en afirmar el peinado con la gomina de la época, mientras que el pañuelo perfectamente doblado cumplía las funciones en las horas de solana. Además, como funcionario público, se caracterizó por el buen vestir en todas las ocasiones.
          Otros han cumplido las mismas funciones de César “Siete Vicios”, como Agustín Sánchez, Richard Méndez (padre e hijo). Pero Armando Márquez y César Ramírez lo hicieron en épocas en que no había otros medios de comunicación. Como mensajeros del pueblo llegaron a convertirse en pregoneros de la esperanza, al servir como portavoces de innumerables noticias, preferiblemente buenas. Ellos continúan deambulando por los intersticios de la memoria del pueblo uribantino.

José de la Cruz García Mora

jueves, 12 de septiembre de 2013

Las Arepas de Ramón Suárez

          Para los Chácaros es sagrada la hora del puntal. Ningún obrero cumpliría con eficacia las labores encomendadas diariamente, si no estuviera suficientemente abastecido de alimentos durante toda la jornada. Es la lógica del equilibrio entre el desgaste y la reposición de energía. El estipendio por la venta de la fuerza de trabajo incluye desayuno, almuerzo y puntal, especialmente en las faenas agrícolas y pecuarias. Incluso, la costumbre también vale en el perímetro urbano en labores de construcción.
          Los que trabajan en otras áreas necesitan resolver el problema de la ingesta de comida por diversas vías. Los establecimientos gastronómicos y los vendedores ambulantes son parte de la solución. En el sector de Capacho, exactamente en el cruce de la carrera 2 con calle 3, el negocio de Ramón Suárez sirvió durante muchos años como punto de encuentro para los comensales ambulantes. Estudiantes, mecánicos, chóferes, empleados públicos, eran los clientes más asiduos.
          Ramón Suárez tenía una bodega para la venta de víveres al detal, como cualquier otro comerciante de la época. Nadie iba a bajar desde la bomba o el liceo, o subir desde la Plaza Bolívar o El Calvario, para comprar una sardina o un kilo de azúcar en aquel negocio. La necesidad la podía satisfacer prácticamente al lado o al frente de la casa. Una de las peculiaridades económicas de Pregonero siempre ha sido la proliferación de dos, tres y hasta cuadro bodegas por cada cuadra.
          El atractivo del local eran las deliciosas arepas rellenas preparadas diariamente por la esposa del comerciante, la señora Alix de Suárez. Es curioso el machismo implícito en las relaciones dialógicas de los ciudadanos. Todo mundo sabía que el gusto y la sazón de aquellos exquisitos aperitivos venían de la cocina hogareña de la dama en mención. Ella era la encargada de poner la masa y el guiso a punto. La función del caballero consistía solamente en entregarlas a la clientela.
          Pero llegada la hora del desayuno o puntal, el imperativo se hacía común: “Vamos a comer arepas donde Ramón Suárez”. Sólo había algo malo para los jóvenes de aquella época: no había suficiente dinero para comprar el exquisito alimento. Pero de cualquier manera se las arreglaban los muchachos del liceo para ponerse a la altura de los demás clientes de la bodega. Allí llegaban en grupitos de dos, tres, cuatro y hasta cinco estudiantes a degustar las delicias de la casa.
          Un día Ramón Suárez marchó a San Cristóbal, a buscar mejores horizontes para los hijos que empezaban a estudiar en la universidad. Dicen que en el barrio donde se estableció pronto logró recuperar la clientela de Chácaros. Los coterráneos residenciados en la ciudad encontraron allí un punto de encuentro, no sólo para comer el delicioso aperitivo, sino para intercambiar opiniones y enriquecer la tertulia, recordando anécdotas y situaciones vividas en el lugar de origen…
José de la Cruz García Mora



Vaya a soplar el fogón

          En los hogares humildes de Pregonero, los clásicos fogones de leña llegaron a impregnar literalmente de humo muchas cocinas, ropas tendidas al sol y todo lo que dentro de la casa estuviera expuesto a la humareda. Casi nunca había dinero para darse otros gustos más exquisitos en materia de infraestructura gastronómica. Sólo los ricachones podían mandar a construir cocinas a estufa. Pero la gente del pueblo vivía conforme con los típicos fogones de leña…
          Tres piedras de tamaño discreto, colocadas en ángulo preciso, o una armazón de hierro, eran elementos suficientes para montar las ollas y preparar los alimentos, al calor de las brasas ardientes. A los niños y jóvenes les correspondía la responsabilidad de aprovisionar suficientes maderos secos para el gasto diario de la casa, mientras los mayores trabajaban con el hacha en la preparación de las astillas. Era usual ver rimeros de maderos secos perfectamente organizados en cualquier aposento.
          Cualquier infante o mozalbete podía ir gustoso al río a bañarse, comer naranjas, guayabas o mangos verdes. Tal vez a buscar lechosas, chayotas, aguacates u otras verduras en los solares ajenos. Recoger leña, en cambio, significaba retornar lleno de hormigas y residuos de madera por todo el cuerpo. Para las muchachas también era otro martirio ir a la cocina humeante a soplar el fogón para avivar la llama, con una tapa mugrienta y destartalada o simplemente con la boca.
          La llegada de las cocinas a querosén aliviaron un poco las responsabilidades infantiles y juveniles. Pero la verdadera bendición vino con las cocinas a gas. Las mismas eran muy onerosas y no estaban al alcance de los humildes vecinos. Sin embargo, poco a poco, la comodidad se impuso sobre las privaciones. Entonces, el servicio de gas se hizo indispensable para todas las familias. En Pregonero surgieron dos empresas para atender las crecientes demandas de los vecinos del pueblo.
          Son muy débiles los recuerdos sobre Miguel Suárez y Amadeo Morett, los administradores iniciales de una y otra empresa. Pero la imagen infatigable de José Pinzón, o el rostro circunspecto de los hermanos Maro y Jairo Morett (Ovallos), alcanzan mayor frescura cuando el camión distribuidor pasa por el frente de las casas y el nítido tintineo de las bombonas hace disparar los mecanismos de la memoria. Durante varias décadas surtieron del combustible gasífero a los hogares locales.
          Hoy día las cosas han cambiado. Amadeo Ovalles impuso el trato afable hacia los clientes, mientras que José Pinzón pasó a retiro, dejando como encargados del servicio a los hijos, o a algunos empleados. Pero ambas familias perduran en el tiempo como testimonio fehaciente de los cambios que produce la modernización en la cultura de los Chácaros. Ya no hace falta arrumar leña seca ni soplar el fogón. Ahí están las empresas de gas para surtir a la clientela.

José de la Cruz García Mora

Los Masajes de Bartolo

          El deporte de las bielas ha sido una de las grandes pasiones de los uribantinos. De hecho, es la disciplina que ha dado atletas con mayor proyección regional, nacional e internacional. La gente puede recordar atletas de la talla de José Ramón Sánchez, Edecio Hernández, Pedro Mora, Josmer Cuadros, los hermanos Erwin y Josmer Méndez y otros que han participado en competencias de alto nivel, como la Vuelta al Táchira, la Vuelta a Venezuela o en algunos eventos de corte internacional.
          Grandes atletas coronaron de éxitos la carrera deportiva en competencias netamente locales: Heriberto y Carlos Sánchez, Gerardo y Roberto Arellano, Luis “Chumaco” Ramírez, Simón “Cabeza ‘e Mango” Zambrano, Amable Hernández, Gonzalo García, Lenin Sánchez, Freddy Pernía, Adolfo Contreras, Fabio Pernía e incluso Luciano Sánchez, el eterno ganador de los premios de consolación. Muchos otros nombres deben estar palpitando en el recuerdo agradecido de los contemporáneos.
          Hombres como Rodrigo Pernía, Julio “Guayas” Duque, Oscar Sánchez, Alipio García y otros promotores de la actividad calapédica, en distintas épocas, cumplieron roles como acompañantes en vehículos o motos. Son las imágenes que llegan con mayor claridad a la memoria cuando se tiende la mirada a las décadas pasadas. La oportuna ayuda del mecánico es vital a la hora de algún desperfecto en plena competencia. Gerardo Ayala supo atender a los desafortunados atletas en momentos de dificultad.
          En la galería de recuerdos no puede faltar la invocación de Bartolo, “el hombre que se defiende sólo”. Así solía decir al recordar los tiempos de atleta competitivo. Pero es más claro el recuerdo en el papel de masajista, arte en el que mostró pericia, compromiso y lealtad hacia los ciclistas. Antes de cada competencia debía poner a tono la masa muscular de los muchachos. En plena calle, con el atleta sentado en la acera, Bartolo sabía hacer milagros con las musculosas piernas de los ciclistas.
          El olfato aún parece captar los penetrantes aromas mentolados de las “fricciones” —así le decían a los ungüentos— que usaba para tonificar la musculatura de los combativos deportistas. El hombre hacía gala de increíble agilidad, destreza y maestría al momento de frotar las fibras contráctiles de los muslos. Sobre la brillante epidermis del atleta, previamente depilada en casa, hasta los dedos meñiques aparecían y desaparecían en la rítmica fricción de los músculos masculinos.
          Bartolo, como ferviente aficionado del ciclismo, también fue acompañante, mecánico, “aguatero” y hasta improvisado director deportivo. La disciplina no tenía secretos para el caballero. Posteriormente, no se ha visto nadie como él en el rol de masajista, entregado con pasión a la noble tarea de acondicionar la musculatura de los atletas. Como lo hacía a los ojos de todo el mundo, la imagen permanece intacta y la memoria es fiel a la hora de hurgar en el baúl de los recuerdos juveniles.
José de la Cruz García Mora

A Real la Vuelta al Pueblo

          Hay muchos indicadores para establecer el nivel de desarrollo y progreso de los pueblos. Estos se enorgullecen de las empresas que son capaces de atender los requerimientos de la ciudadanía, sobre todo cuando la calidad de los servicios públicos logra mejorar el estándar de vida de la población y las funciones centrales son capaces de atender los diversos requerimientos de los habitantes. La especialización de los servicios es síntoma de la evolución social de las comunidades.
          Pregonero es un pueblo con una planta urbana modesta. Es común que la gente se desplace a pie por las calles del pueblo, mientras realiza las diligencias cotidianas en los distintos establecimientos públicos y privados de la población. Las distancias son muy cortas y en muchos casos no se requiere el servicio del transporte colectivo intraurbano. Pero hay gente con visión de futuro que se adelanta a los tiempos y ofrece servicios destinados a favorecer la calidad de vida de los ciudadanos.
          Hace varias décadas, un viejo bus recorrían las solitarias calles del pueblo, recogiendo y dejando pasajeros, según las necesidades de cada usuario. Era la famosa "circunvalación", propiedad del profesor Américo Roa Ramírez. El hombre tuvo la acertada iniciativa de ofrecer el servicio del transporte a la colectividad, con una modesta inversión, en momentos en que en el pueblo no se habían logrado consolidar una sólida visión cultural sobre la necesidad del transporte colectivo para los ciudadanos.
          Ciertamente, muchas personas de extracción humilde tomaban la unidad por necesidad, para ir al lugar de trabajo o hacia la escuela. Pero otros encontraron un medio económico para imitar las costumbres de quienes tenían vehículo propio. Hablando literalmente, para nadie es un secreto que la distracción favorita de los chóferes, desde hace mucho tiempo, consiste en "darle vueltas al pueblo", prácticamente hasta marearse. Nadie vaya a pensar en la tentación chismográfica de unos cuantos.
          La "circunvalación" vino a llenar un vacío existente en la sociedad pregonereña. Los precios módicos permitían que la gente se diera tales lujos. El pasaje de subida o de bajaba tenía el costo de 0,25 bolívares: un "medio", como se decía en la época. Pero todos preferían pagar un "real", moneda equivalente a 0,50 bolívares, con tal de completar la vuelta a la población. Muchos se hacían los locos y desentendidos cuando se completaba el giro y llegaba el momento de apearse.
          Lo mismo hacía Delfín García, el chófer de la unidad. Era músico de la Banda Bolívar y ejecutaba el redoblante. Al frente de la "circunvalación", el chófer no tenía problemas en que los jóvenes dieran una vuelta gratuita de más. Pero estos no comprendían la benevolencia de aquel hombre y pretendían ocultarse tras los asientos traseros para continuar disfrutando del viaje. El hombre sonreía tras el volante y continuaba la faena, regalando muchos momentos de Solaz a la juventud local.

José de la Cruz García Mora

La Pequeña Dictadura

          La radio siempre fue un recurso indispensable para la población local, al momento de informarse sobre los grandes acontecimientos históricos de la humanidad. Escuchar la radio regional o colombiana siempre fue una de las aficiones más arraigadas de la gente del pueblo y el campo. El impacto comunicacional de la prensa escrita se reduce a círculos muy específicos. Víctor García, mejor conocido como “Jalámelo” o “Panato”, fue el voceador de periódicos más conocido en el pueblo.
          La televisión logra mayores niveles de audiencia cada día. Personas como Álvaro Lacruz García, a pesar del analfabetismo, pueden recitar de memoria los presidentes del mundo con facilidad impresionante. Son muchas horas al día con el oído puesto en la radio. Así mantiene la memoria activa y se entera de lo que pasa más allá de las fronteras patrias. Otros ciudadanos también hacen gala del prodigio memorístico a la hora de invocar los hechos ocurridos en el orden mundial.
          En la década de los 70 del siglo XX, Nicaragua vivió la férrea dictadura de Anastasio Somoza Debayle. Somoza andaba en boca de todos los vecinos y estos conocían las humillaciones sufridas por el pueblo centroamericano. Ese era el apellido de los déspotas. Por la misma época, en estas latitudes chácaras, también había una pequeña dictadura militar, caracterizada por el abuso de poder y la “caribería”, como se dice en términos criollos cuando se atropella injustamente a las personas humildes.
          Pocos conocían el nombre de pila del sargento que fungía como Jefe de Puesto de la Guardia Nacional en Pregonero. El carajo tenía hasta nombre de emperador: Napoleón. La gente tenía poca prisa para compararlo con el personaje de la historia universal. Nunca nadie mentó a Napoleón Hernández en los chismorreos del pueblo. “Somoza” era el apodo que le habían calzado a las pocas semanas. El dictadorzuelo pueblerino impuso el propio toque de queda: después de las 9 nadie estaba en la calle.
          Muchos sufrieron los abusos del “Sargento Somoza”. No sólo la juventud de pelo largo, los serenateros y los adolescentes callejeros. También los chóferes campesinos, vendedoras de miche, carpinteros, carniceros, vendedores ambulantes y toda persona humilde que no cumpliera los caprichos del funcionario. Era juez y parte en el comportamiento de la gente. Las fiestas familiares y templetes populares duraban exactamente hasta que él mandara a apagar los equipos de sonido.
          El dictador centroamericano fue derrocado por los sandinistas y luego sufrió un atentado mortal. Pero el de aquí siguió haciendo de las suyas por un tiempo. Era pequeño de estatura y regordete. Pero enorme en la dimensión de los abusos contra los humildes. Un día Víctor “Panato” García iba voceando el titular del periódico: “Mataron a Somoza”. Un comerciante le dio una trompada, creyendo que gritaba: “Mataron a su moza”. La radio dejó muy claro que el Somoza muerto no era el de aquí…
José de la Cruz García Mora



Recibiendo el cambio e informando

          La Vuelta al Táchira en Bicicleta es un evento deportivo capaz de paralizar las actividades pueblerinas. Esto no pasa solamente cuando se tiene la suerte de recibir la caravana multicolor en tierra chácara. A lo largo de todas y cada una de las etapas, la transmisión radial mantiene expectante a la población. Incluso, hay personas dispuestas a ir hasta La Grita, Tovar, Capacho y San Cristóbal a presenciar la llegada de la vuelta. Es una cita de honor que se cumplía el pie de la letra cada año.
          La emisora "Ecos del Torbes", la emisora predilecta, en las primeras versiones, tuvo el privilegio de trasmitir el evento ciclístico con carácter de exclusividad. En esos tiempos, también logró congregar a los jóvenes uribantinos en torno a un radio portátil de baterías recargables. Era común observar a los radioyentes en los postes de electricidad ubicados en las esquinas del pueblo. La intención de aquellas asambleas espontáneas, sencillamente, tenían como propósito garantizar la sintonización de la radio.
          Hoy es posible observar en vivo y directo, a través de las imágenes de televisión, el verdadero desempeño de los ciclistas en las grandes vueltas del mundo: Tour de Francia, Giro de Italia y Vuelta a España, así como otras competencias olímpicas o profesionales de proyección mundial. Ya es posible saber cómo es el verdadero comportamiento de los ciclistas en competencias con duración de dos o tres semanas: hay momentos de altísima competitividad y largos trayectos de calma.
          Pero en aquellos tiempos de infancia y juventud, bajo la influencia evidente de los narradores colombianos, los profesionales de micrófono del patio sabían mantener en vilo a los radioescuchas durante toda la jornada. Los atletas parecían interminables. Si en dos cronometrajes sucesivos había sólo 1 segundo de diferencia, con engolada y sonora voz, los locuaces narradores describían aquella “situación normal” como la más encarnizada lucha entre los escapados y el pelotón persecutor.
          No es exageración: Sólo 1 segundo de descuento —o de aumento— entre los ciclistas era razón suficiente para que cualquier muchacho dejara de ir al baño a cumplir con alguna necesidad fisiológica, esperando con aprehensión y estoicismo a que se resolviera el dilema de la competencia. El “Guillo” Villamizar y Carlos Alviarez Sarmiento, por sólo nombrar dos reconocidos pioneros de la narración radial, lograron cautivar a la expectante audiencia durante varios años.
          —Claaaaaaaaaaro, claaaariiiiiiiiiiitoooo¡¡¡¡, recibiendo el cambio e informando…
          Exactamente eso era lo mismo que trasmitía Eduardo Gil, en una medianoche de enero —junto a Gregorio y Bautista Gil, Simón “Tito” y Gregorio “Goyo” Mora y José de la Cruz García—, cuando llegó una comisión de la policía del pueblo a detener ipso facto a los “malandros comunistas”, porque estaban cometiendo el terrible e imperdonable delito de imitar las narraciones de Ecos del Torbes…
José de la Cruz García Mora

Échele agua a la Leche

          Cuando un campesino viene el pueblo siempre usa el mejor atuendo y la ropa más nueva. No pasa exactamente lo mismo cuando un citadino se prepara para visitar el campo. He ahí una gran diferencia en la concepción del respeto y la consideración al prójimo. En el marco de esta cultura de limpieza, entre los habitantes del sector rural, nació la costumbre de lavarse los pies y cambiarse las alpargatas o la ropa en los ríos y quebradas ubicadas en las entradas del pueblo.
          Eso era lo que hacía todos los días Calixto Contreras bajo el puente de La Vega. El hombre era un vendedor de leche radicado en la aldea Palmarito, exactamente en la entrada actual de La Cañabrava. Muy temprano, al rayar el sol de la mañana, siempre se le veía bajar caminando con paso cansino, con varias pimpinas terciadas al hombro. Luego subía al pueblo y ofrecía el producto de puerta en puerta.
          — Échele agua a la leche para que rinda
          Así le solían gritar los muchachos al anciano, escondidos en cualquier lugar, mientras este se arreglaba la ropa y el calzado para entrar al pueblo. Nunca falta el pícaro joven dispuesto a zaherir a las personas que trabajan honestamente, para ganarse el sustento diario como lo mandan los preceptos de Dios. Realmente, no había mala fe en aquellas actitudes prejuveniles, sólo el propósito de sacar a la gente de las casillas. Pero, inadvertidamente, llegan a convertirse en verdaderas ofensas.
          Calixto Contreras era un hombre más bien bajo de estatura. Pero con un corazón enorme, noble y generoso. Quizá los muchachos de la época no entendían la magnitud de las tareas emprendidas por el campesino ejemplar en pro del pueblo. La preocupación jamás fue "echarle agua a la leche", como creían erróneamente los echadores de broma, sino "ponerle leche" a la vida de niños y jóvenes, para que el crecimiento fisiológico respondiera a los nutrimentos de la alimentación fresca y sana.
          Llamaba la atención el terco empecinamiento del hombre en hacer la jornada a pie, desde la unidad de producción hasta el pueblo. Ya estaba en servicio el transporte público prestado por la Línea Uripreg, primero en camiones con estacas y luego en los llamados “chasis largo”. Pero él nació para andar y desandar caminos. A pesar de la avanzada edad, el rostro nunca denotó síntomas de cansancio. Primero estaba el deber de surtir el pueblo con un alimento indispensable y nutritivo.
          En muchas ocasiones, junto al caballero andante, venía la hermana Marcelina Contreras, casi tan anciana como él, con el infaltable paraguas en la mano, seguramente a cumplir con los rituales religiosos, visitar otros familiares o hacer el mercado semanal. Ella destacó siempre por mostrarse bien emperifollada y perfumada, atendiendo la costumbre rural de vestir la mejor gala cuando se visita el pueblo. Es sabia la lección que los campesinos saben darle a los engreídos del pueblo.
José de la Cruz García Mora