Para
los Chácaros es sagrada la hora del puntal. Ningún obrero cumpliría con
eficacia las labores encomendadas diariamente, si no estuviera suficientemente
abastecido de alimentos durante toda la jornada. Es la lógica del equilibrio
entre el desgaste y la reposición de energía. El estipendio por la venta de la
fuerza de trabajo incluye desayuno, almuerzo y puntal, especialmente en las
faenas agrícolas y pecuarias. Incluso, la costumbre también vale en el
perímetro urbano en labores de construcción.
Los que trabajan en otras áreas necesitan
resolver el problema de la ingesta de comida por diversas vías. Los
establecimientos gastronómicos y los vendedores ambulantes son parte de la
solución. En el sector de Capacho, exactamente en el cruce de la carrera 2 con calle
3, el negocio de Ramón Suárez sirvió durante muchos años como punto de encuentro
para los comensales ambulantes. Estudiantes, mecánicos, chóferes, empleados
públicos, eran los clientes más asiduos.
Ramón Suárez tenía una bodega para la
venta de víveres al detal, como cualquier otro comerciante de la época. Nadie
iba a bajar desde la bomba o el liceo, o subir desde la Plaza Bolívar o El
Calvario, para comprar una sardina o un kilo de azúcar en aquel negocio. La
necesidad la podía satisfacer prácticamente al lado o al frente de la casa. Una
de las peculiaridades económicas de Pregonero siempre ha sido la proliferación
de dos, tres y hasta cuadro bodegas por cada cuadra.
El atractivo del local eran las
deliciosas arepas rellenas preparadas diariamente por la esposa del
comerciante, la señora Alix de Suárez. Es curioso el machismo implícito en las relaciones
dialógicas de los ciudadanos. Todo mundo sabía que el gusto y la sazón de
aquellos exquisitos aperitivos venían de la cocina hogareña de la dama en
mención. Ella era la encargada de poner la masa y el guiso a punto. La función
del caballero consistía solamente en entregarlas a la clientela.
Pero llegada la hora del desayuno o
puntal, el imperativo se hacía común: “Vamos a comer arepas donde Ramón
Suárez”. Sólo había algo malo para los jóvenes de aquella época: no había
suficiente dinero para comprar el exquisito alimento. Pero de cualquier manera
se las arreglaban los muchachos del liceo para ponerse a la altura de los demás
clientes de la bodega. Allí llegaban en grupitos de dos, tres, cuatro y hasta
cinco estudiantes a degustar las delicias de la casa.
Un día Ramón Suárez marchó a San
Cristóbal, a buscar mejores horizontes para los hijos que empezaban a estudiar
en la universidad. Dicen que en el barrio donde se estableció pronto logró
recuperar la clientela de Chácaros. Los coterráneos residenciados en la ciudad encontraron
allí un punto de encuentro, no sólo para comer el delicioso aperitivo, sino
para intercambiar opiniones y enriquecer la tertulia, recordando anécdotas y
situaciones vividas en el lugar de origen…
José
de la Cruz García Mora
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