jueves, 15 de octubre de 2015

Sáqueme ese trompo a la uña

          Los juegos infantiles constituyen la prueba más contundente del cambio generacional en la idiosincrasia del pueblo. En pocas décadas todo es completamente distinto. Actualmente, en Pregonero, las personas de mayor edad suelen ser analfabetas informáticos. Ellos se quedan alelados con el tipo de juguetes que los pequeños piden al niño Jesús o San Nicolás. Este, por cierto, ya dejó en segundo plano al Hijo de Dios en la demanda de juguetes infantiles y “chucherías” electrónicas.
          El adulto mayor que quiera complacer al nieto con un regalo, no tiene idea de lo que implica comprar un Nintendo, MP3, MP4, Blackberry, Play Station, SDI, PSP, Xbox, Ipad, Ipod, Wiiiii y otros aparatos electrónicos con nombres más complicados. Los mismos serán muy pronto objetos de museo. Los cambios científicos y tecnológicos incorporan nuevos productos al mercado de consumo. Los niños son las primeras víctimas de este nuevo sistema de esclavitud informática.
          Los infantes también se quedan en la luna cuando escuchan hablar de los juegos tradicionales, con los cuales disfrutaron y crecieron los padres y abuelos. Ellos son inexpertos y a veces no tienen ni idea sobre las técnicas y tácticas de juegos, como el trompo, runche, tonga, ladrón librado, porsicuela, cero contra por cero, la papa, el pañuelo, fusilado, la correa, escondite, pelea de caballitos, cometas, metras, gallina ciega, stop, seguidilla, aguinaldos, rueda, caballito, ronda de doñana, entre otros.
          La muchachada de ahora cree que esas cosas se hacían mucho antes de que la humanidad existiera. Pero hace muy pocos años era usual observar a los niños y jovencitos en las calles de Pregonero, sumergidos en la magia lúdica del entretenimiento sano. Cuando no había suficiente dinero para satisfacer los caprichos del ego y la modernidad, entonces era necesario apelar a la imaginación, para robarle al ocio muchos inolvidables momentos de solaz, alegría, esparcimiento y libertad.
          Era imposible no sentir la plenitud de la libertad y la fantasía, al ver los papagayos y cometas surcando el azul del cielo uribantino. Ah. Si el pabilo hubiese sido interminable, cualquiera habría cumplido la secreta esperanza de hacer desaparecer el objeto volador en el horizonte. Es que mientras más diminuta se viera la cometa mecida por los vientos de agosto, haciendo cabriolas con las nubes blancas como fondo, mayor sentido de la realización tenía el párvulo, allá abajo en la tierra.
          —Sácame ese trompo a la uña, decían los más expertos, algo que los muchachos de ahora no tienen habilidad para hacer. Picar el centro de la troya, tumbar la guerra, sacar el trompo a la mano, tenderse para salvar al “libre”, pasarlo por el cordel, eran retos y acrobacias para poner a prueba las habilidades y el manejo del trompo. A veces, en la imaginación se vuelven a sentir las voces de los muchachos, diciendo: “Este trompo están tan sedita que no se siente en la mano”.

José de la Cruz García Mora

Páseme la llave inglesa

          Las fotos antiguas de Pregonero llaman poderosamente la atención. Por el centro de la calle real se ve con toda nitidez la acequia de agua que atravesaba la población de norte a sur. De allí recogían agua limpia las amas de casa para atender los menesteres diarios del hogar. En aquellos tiempos había que levantarse bien temprano para recoger agua clara. Con certeza, la sabiduría popular recoge tal práctica en el conocido refrán: “El que madruga, recoge agua clara”.
          El primer acueducto de Pregonero se construyó a mediados de la década de los años cuarenta del siglo XX. Prácticamente nadie recuerda aquella época, cuando la vieja acequia comunal dio paso a las tuberías del nuevo sistema de aducción. Es que las poblaciones se modernizan al ritmo de los cambios sociales y el progreso. Desde entonces, en varias oportunidades se han reemplazado las tuberías destinadas a la distribución pública del agua potable en Pregonero.
          Evidentemente, también cambian los rostros de las personas encargadas de garantizar la higiene y la correcta funcionalidad del acueducto. La imagen de Samuel Lacruz y José Belandria llegan de inmediato a la memoria. Ellos eran los encargados de mantener en orden las tuberías del acueducto, así como los tanques de depósito ubicados primero en Paracotos y luego en Gallardín, exactamente al lado del actual Parque Infantil. Las tomas siempre han estado en la quebrada Blanca.
          El primero de ellos posteriormente fue Concejal, Síndico Procurador y Presidente del Concejo. El otro pasó a jubilación al cumplir el tiempo de servicio en la municipalidad. Era común verlos ir y venir sobre una bicicleta, con las llaves al hombro, trancando o abriendo las llaves ubicadas en sectores estratégicos de la población. Tiempo después, la memoria también dibuja la imagen del señor Jesús Ardila cumpliendo similares tareas, aunque es más claro el recuerdo como productor agropecuario.
          Desde hace varios años, los encargados del acueducto son Jesús Soto y el morocho Miguel Huiza. El primero fue un antiguo compañero de clases en el Grupo Nacional Escolar Sánchez Carrero. El morocho, en cambio, aparte de ser vecino en el Barrio Corea, compartió con el suscrito varias de las travesuras infantiles descritas en este libro. Ellos trabajan con esmero para que el agua limpia llegue a las casas. Siempre se les ve por ahí, con las llaves terciadas, arreglando desperfectos.
          Pregonero ha crecido en las últimas décadas. Desde hace varios años se viene formulando la propuesta de un Sistema Integral de Acueductos. El pueblo tiene más de cinco sistemas individuales de aducción: Barrio Potreritos, San Miguel, Santa Lucía, El Trópico, Avenida José Ramón Torres y el del caso central. En tales circunstancias, los empleados de la municipalidad tienen mayores dificultades para garantizar el suministro óptimo del vital líquido a toda la población.
José de la Cruz García Mora

Vamos a echarnos un clavado

          Pregonero no tiene mar. Para los mozalbetes que crecieron en la población durante los años setenta u ochenta del siglo veinte, en medio de la pobreza y las limitaciones, era impensable imaginar una visita a las costas caribeñas para contemplar la inmensidad del mar. Pero allí estaba el Pozo de Los Azules, el Pozo de Los Picos, el Pozo de las Morochas, el Pozo de la Quebrada Blanca, el Pozo de Los Muertos, el Pozo de la Piedra Azul, el Pozo de Las Carlinas, el Pozo de Las Arañas y tantos otros.
          En las soleadas tardes de verano, cuando el sol descargaba todo el rigor térmico sobre las espaldas de la muchachada, no faltaba quien propusiera el reto del momento: "vamos a echarnos un clavado". La gente de Potreritos, El Calvario, Corea y Plaza Miranda tenían predilección por el Pozo de Los Azules. Era tan cristalino y fresco que a simple vista podía verse el fondo. La gente de Capacho prefería enrumbar los pasos hacia la Quebrada Blanca. Pero las aguas no eran tan claras.
          El Uribante, en cambio, era el mar del pueblo. Los pozos aparecían y desaparecían del mapa al ritmo de las impetuosas crecidas del río. Hoy aquí, mañana allá, pasado mañana nuevamente aquí y así sucesivamente. Pero siempre había un pozo para el deleite de la niñez y la juventud. Eso sí, todos trabajaban como hormigas para armar la "tapiza", con piedras, trozos de madera, cañutos y todo lo que estuviera al alcance de la mano para "trancar" la fuerza turbulenta del río.
          La cosa no era tan fantástica como aparece a primera vista. En realidad, había jerarquías que era necesario respetar. No todos podían meterse a nadar al mismo tiempo. Los clásicos “caribes”, muchachos casi hombres, no permitían que los “mocosos” compartieran las mismas aguas. Una buena “hundida”, con la respectiva “tragada de agua” era el castigo que solía darse a los atrevidos. Los chicos debían esperar pacientemente hasta que los grandes decidieran irse.
          Eventualmente llegaban algunas mujeres a zambullirse en los pozos. Como los bañistas estaban completamente desnudos, porque no tenían otros interiores en la casa para cambiarse al regresar, al verse obligados a mojar los calzoncillos por la presencia de las damas, era habitual verlos secar las prendas íntimas al sol, o dándoles golpes contra las piedras secas y calientes. Ellos, por fin, se iban y entonces llegaba el turno para que los chicuelos pudieran divertirse a las anchas.
          En aquella época nadie sabía de “Los Vaos” y pocos habían ido a los “Siete Pozos de La Quinta”. Pero Las Escaleras, la Cascada de La Raya, Río Negro y El Puya se convertían en verdaderas expediciones infantiles. El “Pozo de Las Espumas” en río Negro sólo estaba permitido para hombres de verdad. En cualquiera de los lugares destinados como sitios de recreación acuática, invariablemente, la jornada terminaba en el delicioso autodescubrimiento de la virilidad masculina…
José de la Cruz García Mora

Llegó la recluta

          Hace pocas décadas en Pregonero, cumplir la mayoría de edad tenía sus pro y sus contra. Con dieciocho años cumplidos, los muchachos podían entrar sin restricciones al billar, los botiquines, el cine de censura y otros privilegios vedados a los menores. Pero el temor a la recluta llenaba de espanto hasta al más pintado. En aquella época, como dice la canción de Alí Primera, no se sabía si los reclutas iban al cuartel para servirle a la patria o a los caprichos y antojos de un general.
          En la actualidad, los muchachos se presentan voluntariamente al Servicio Militar Obligatorio. Allí les brindan oportunidades de estudio y hasta les pagan un modesto emolumento. Servirle a la patria y vestir el uniforme verde oliva tiene ahora otras connotaciones más satisfactorias. Antes constituía la amenaza del desarraigo o la pérdida del estudio, el trabajo y hasta la novia. Por eso era mejor esconderse y esperar a que pasara la amenaza de la recluta para volver a salir a la calle.
          Pero los policías eran astutos. A veces adelantaban las redadas y cazaban desprevenido a más de un renuente. Otras veces, en las semanas precedentes, se hacían simulacros previos. Los muchachos caían en la trampa y se exponían libremente, creyendo que el peligro de la recluta había cesado. En casos específicos, cuando el joven no era del agrado de algún jefe del puesto policial, prefecto o autoridad del pueblo, el mismo era atrapado aún después de cerrado el proceso y lo presentaban en Capacho.
          Aún muchos recuerdan con desagrado a Sánchez, un funcionario policial que posteriormente se hizo cargo de la oficina de Instrucción Militar en Pregonero. La gente solía estar tranquilamente en el cine del pueblo, observando la película expuesta en cartelera. De pronto se interrumpía la función. Los agentes policiales controlaban todas las posibles salidas, mientras el mentado funcionario verificaba personalmente los papeles de cada joven, seleccionando los aptos para el servicio militar.
          En las aldeas, muchos campesinos huían despavoridos hacia el monte cuando avistaban la patrulla policiaca, dejando tiradas en el conuco las herramientas de trabajo. Entonces se aplicaba la misma táctica dilatoria. Los policías iban previamente al campo en recorrida, simulando otros procedimientos y tareas, hasta que los trabajadores perdían el sentido de alerta. Era el momento oportuno para empezar la cacería y reclutar precisamente a quienes tenían mejores facultades para el trabajo.
          Al cuartel de Capacho iban a “jeder” los pobres reclutas de Pregonero. Algunos se casaron prematuramente para evadir el servicio militar. Otros se lanzaban peligrosamente desde las patrullas en marcha, poniendo en riesgo incluso hasta la vida misma. Pero la práctica de la recluta cambio afortunadamente con el tiempo. Posteriormente, durante varios años, Giovanny Alfonso Di Mino Ramírez se hizo cargo de la oficina del servicio militar en Pregonero, hasta su jubilación.
José de la Cruz García Mora

Se acabaron las estampillas

          La gestión y trámite del más simple documento oficial exige la presentación de las respectivas estampillas para validar la legalidad de la misma y asegurar el ingreso al fisco nacional o a la tesorería regional. Partidas de nacimiento, actas de matrimonio, certificados de defunción, notas certificadas, títulos de bachiller, entre otros, requieren de la consabida estampilla para la presentación formal ante las instituciones respectivas. Pero, a veces, es un dolor de cabeza acceder a ellas.
          Las nuevas leyes del país prevén que las mismas no son indispensables para los documentos relacionados con menores de edad. Pero hace algunos años era cuestión de honor contar con el respectivo timbre fiscal, según lo exigía la naturaleza de cada documento protocolizado. En ese orden de ideas, algunos hijos de Pregonero se han tomado la molestia de gestionar legalmente ante las autoridades respectivas, la autorización para establecer el respectivo expendio de estampillas.
          Uno de ellos fue el señor Cornelio Mora. Hace varias décadas tuvo un establecimiento comercial, en la sala frontal de la casa de habitación, ubicada en el sector central de la población. Después se hizo necesario tocar la puerta de la casa para solicitar el respectivo sello de papel. Cualquier miembro de la familia atendía a los usuarios a través de una pequeña ventanilla. Es una de las pocas casas de Pregonero que aún conserva la antepuerta, antes de acceder a la sala de estar.
          La misma función cumplió durante varios años el señor Amable Contreras. Inicialmente, el establecimiento estaba ubicado en la Calle La Barranca. Aquel fue un sector de gran bonanza en el intercambio económico durante la época del café. Posteriormente, el negocio lo trasladó hacia la calle real, en la antigua casa de don Blas Guerrero, uno de los más prósperos boticarios de la población. Aquel negocio también cuenta con una de las licencias más antiguas de Pregonero para el expendio de licores.
          Así mismo, el señor Gerardo Molina Andrade puede sacar a los usuarios de cualquier apuro, sobre todo cuando el inventario de estampillas comienza a escasear en Pregonero. Él hombre siempre cuenta con suficientes cantidades para atender la demanda de la clientela. Allí también se expenden variedad de licores, alimentos para animales, tarjetas telefónicas, hielo y otros productos. Si allí se ha agotado la dotación de timbres fiscales, casi es mejor desistir de buscar en los otros establecimientos del pueblo.
          Alguna vez se hizo necesario gestionar documentos en otra ciudad. Al Chácaro le causó extrañeza pagar exactamente el valor de los timbres. El dependiente fue claro y tajante al aclarar que ese era el valor del producto. Es que en Pregonero, por cuestiones de transporte y lejanía, es usual pagar modestas comisiones extras por el sello fiscal. De hecho, eso forma parte de las costumbres del pueblo. Pero nadie se ha enriquecido con el aporte adicional. Más bien se agradece por el servicio prestado…
José de la Cruz García Mora

Échele cinco al piano

          Por cuestiones de edad, los carajitos no podían ingresar a los botiquines existentes en Pregonero. Pero los chiquillos siempre estaban merodeando por allí. Algunas veces buscando chapas de cerveza o refresco para elaborar los célebres “Runches” o Gurrufíos, como los llaman en otras regiones del país. Otras veces recogiendo cajas de fósforos o cajetillas de cigarrillos para jugar a los cromos o los billetes. Algunos tenían suerte y encontraban alguna moneda tirada en el piso.
          La mayoría de las veces, los muchachos estaban por allí, haciéndose los zocos y oliéndoles los pedos a los padres, con la secreta esperanza de que en medio de la ebriedad, a los progenitores se les ablandara el corazón y les diera por regalar una moneda a los críos. Seguramente también había por allí algún carajito que seguía órdenes expresas de la madre, en el papel de guardián de la estabilidad familiar, para evitar que al hombre se le ocurriera extraviar los pasos hacia otra casa.
          Al menor descuido del dueño del botiquín, los menores se metían hasta el fondo del bar. En ocasiones, los muchachos tenían el privilegio de echar las monedas a la rockola y marcar los discos de moda. En todo caso, a pesar de la corta edad, cualquier mocoso era experto en el repertorio musical del aparato: A5, D8, C3, B9. Las canciones románticas o de despecho inundaban el ambiente exactamente en el mismo orden en que habían sido seleccionadas por el cliente.
          Aquellos borrachines analfabetas no podían leer los títulos musicales del momento. Pero los muchachos sí. Estos aprendieron a agudizar la viveza criolla. Entonces, alguna moneda iba a parar por equivocación al bolsillo del zagaletón. A veces la caja de depósito de la rockola estaba repleta de monedas. El truco era sencillo. Varios golpecitos laterales y algunas moneditas caían al piso. Había que recogerlas disimuladamente y correr a montar la fiesta en las bodegas del pueblo, comprando chucherías.
          Había rockolas en el Bar La Estrellita de Luisa Molina de Guerrero. También en el Bar Los Amigos de Leovigildo Ramírez. Estos estaban en La Barranca, esquina de la calle 10. En El Calvario funcionó el bar de Victoriano Pulido. También había rockola en la licorería de Benigno Rojas, esquina suroeste de la Plaza Miranda. Las rockolas también sonaron en El Trópico, el Bar Las Navajitas de José XXXX en Capacho, Venancio Duque en la esquina de la Plaza Bolívar.
          La rockola de la heladería del profesor Américo Roa era otra cosa. El repertorio musical era más romántico y no había limitaciones de edad para permanecer dentro del local escuchando los más sonados éxitos de la época. Los enamorados iban allí a dedicarse mutuamente las canciones, mientras consumían deliciosas barquillas, quesillos u otros manjares. Pero en cualquier bar, el borracho de turno solía tararear la canción “Échele cinco al piano y que siga el vacilón…”
José de la Cruz García Mora

Vamos a comprar chinchurria

          La gente que se dedica al trabajo honesto, por muy humilde que este sea, no tiene problemas de horario para atender las obligaciones contraídas. Es cierto. El trabajo dignifica al ser humano. En cambio, los parranderos prolongan las farras hasta altas horas de la noche, mientras el pueblo duerme plácidamente. A veces, el cantar madrugador de los gallos sorprende a los serenateros en plena calle. A esa hora ya existen trabajadores abnegados cumpliendo con la labor diaria.
          Eso es lo que hacían los obreros del matadero municipal. Ellos estaban listos para el trabajo mucho antes de que los parranderos rezagados decidieran poner fin a la francachela. A veces se les veía bajar hacia el Barrio Potreritos, aún ateridos por el frío. Era la ocasión oportuna para convidarlos a libar una copa de “miche callejonero” y calentar el cuerpo. En otras oportunidades, los borrachos inoportunos se allegaban hasta las instalaciones del matadero, con el pretexto de comprar chinchurria.
          Las brisas del tiempo traen a la memoria las imágenes de Felicito Márquez, “Chucho Márquez, “Chucho” Montilva, Julio Mora y otros. En otras oportunidades, a estos dos últimos se les veía en las “pesas” de su propiedad, despachando productos cárnicos a la población. Mucha tolerancia y paciencia tuvieron aquellos hombres con las imprudencias verbales de cualquier borrachín ocasional. Jamás se salieron de las casillas. A lo sumo llegaron a pedir que los dejaran trabajar tranquilos.
          Lourdes Luna estuvo conduciendo durante varios años la cava destinada a la distribución de carne de pesa en pesa. Posteriormente, la responsabilidad pasó a manos de Adán Mora, quien también fungió durante cierto tiempo como experto sacrificador de reses en el matadero. A este ciudadano también se le recuerda en el pueblo por las excelentes condiciones atléticas para la práctica del maratón y el ciclismo. Ha sido un verdadero baluarte del deporte uribantino.
          La gente del Barrio Potreritos tuvo que librar una larga lucha para erradicar el sacrificio de reses en el Matadero Municipal. Posteriormente, las instalaciones se acondicionaron para otros fines, como Sala Comunal y luego como Centro de Rehabilitación Integral (CRI). Antes habían logrado la clausura definitiva del viejo “Embarcadero”, cuyos potreros y entablado estaban ubicados en la entrada principal de la vía a San Cristóbal. Allí ahora existen diversos inmuebles residenciales.
          Durante la gestión del Alcalde Euro Antonio Contreras se construyó un nuevo Matadero Municipal en la parte baja de la Aldea Los Rastrojos, en la vía que conduce hacia la Aldea El Rincón. Como el sector se ha ido urbanizando progresivamente, seguramente pronto la presencia del Matadero pasará a ser un problema comunitario. Sin embargo, en la memoria siguen palpitando los recuerdos del antiguo matadero, el lugar ideal para comprar chinchurrias en la madrugada…
José de la Cruz García Mora