Por
cuestiones de edad, los carajitos no podían ingresar a los botiquines
existentes en Pregonero. Pero los chiquillos siempre estaban merodeando por
allí. Algunas veces buscando chapas de cerveza o refresco para elaborar los
célebres “Runches” o Gurrufíos, como los llaman en otras regiones del país.
Otras veces recogiendo cajas de fósforos o cajetillas de cigarrillos para jugar
a los cromos o los billetes. Algunos tenían suerte y encontraban alguna moneda
tirada en el piso.
La
mayoría de las veces, los muchachos estaban por allí, haciéndose los zocos y
oliéndoles los pedos a los padres, con la secreta esperanza de que en medio de
la ebriedad, a los progenitores se les ablandara el corazón y les diera por
regalar una moneda a los críos. Seguramente también había por allí algún
carajito que seguía órdenes expresas de la madre, en el papel de guardián de la
estabilidad familiar, para evitar que al hombre se le ocurriera extraviar los
pasos hacia otra casa.
Al menor descuido del dueño del
botiquín, los menores se metían hasta el fondo del bar. En ocasiones, los
muchachos tenían el privilegio de echar las monedas a la rockola y marcar los
discos de moda. En todo caso, a pesar de la corta edad, cualquier mocoso era
experto en el repertorio musical del aparato: A5, D8, C3, B9. Las canciones
románticas o de despecho inundaban el ambiente exactamente en el mismo orden en
que habían sido seleccionadas por el cliente.
Aquellos
borrachines analfabetas no podían leer los títulos musicales del momento. Pero
los muchachos sí. Estos aprendieron a agudizar la viveza criolla. Entonces,
alguna moneda iba a parar por equivocación al bolsillo del zagaletón. A veces
la caja de depósito de la rockola estaba repleta de monedas. El truco era
sencillo. Varios golpecitos laterales y algunas moneditas caían al piso. Había
que recogerlas disimuladamente y correr a montar la fiesta en las bodegas del
pueblo, comprando chucherías.
Había
rockolas en el Bar La Estrellita de Luisa Molina de Guerrero. También en el Bar
Los Amigos de Leovigildo Ramírez. Estos estaban en La Barranca, esquina de la calle
10. En El Calvario funcionó el bar de Victoriano Pulido. También había rockola
en la licorería de Benigno Rojas, esquina suroeste de la Plaza Miranda. Las
rockolas también sonaron en El Trópico, el Bar Las Navajitas de José XXXX
en Capacho, Venancio Duque en la esquina de la Plaza Bolívar.
La
rockola de la heladería del profesor Américo Roa era otra cosa. El repertorio musical
era más romántico y no había limitaciones de edad para permanecer dentro del
local escuchando los más sonados éxitos de la época. Los enamorados iban allí a
dedicarse mutuamente las canciones, mientras consumían deliciosas barquillas,
quesillos u otros manjares. Pero en cualquier bar, el borracho de turno solía
tararear la canción “Échele cinco al piano y que siga el vacilón…”
José
de la Cruz García Mora
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