jueves, 15 de octubre de 2015

Vamos a echarnos un clavado

          Pregonero no tiene mar. Para los mozalbetes que crecieron en la población durante los años setenta u ochenta del siglo veinte, en medio de la pobreza y las limitaciones, era impensable imaginar una visita a las costas caribeñas para contemplar la inmensidad del mar. Pero allí estaba el Pozo de Los Azules, el Pozo de Los Picos, el Pozo de las Morochas, el Pozo de la Quebrada Blanca, el Pozo de Los Muertos, el Pozo de la Piedra Azul, el Pozo de Las Carlinas, el Pozo de Las Arañas y tantos otros.
          En las soleadas tardes de verano, cuando el sol descargaba todo el rigor térmico sobre las espaldas de la muchachada, no faltaba quien propusiera el reto del momento: "vamos a echarnos un clavado". La gente de Potreritos, El Calvario, Corea y Plaza Miranda tenían predilección por el Pozo de Los Azules. Era tan cristalino y fresco que a simple vista podía verse el fondo. La gente de Capacho prefería enrumbar los pasos hacia la Quebrada Blanca. Pero las aguas no eran tan claras.
          El Uribante, en cambio, era el mar del pueblo. Los pozos aparecían y desaparecían del mapa al ritmo de las impetuosas crecidas del río. Hoy aquí, mañana allá, pasado mañana nuevamente aquí y así sucesivamente. Pero siempre había un pozo para el deleite de la niñez y la juventud. Eso sí, todos trabajaban como hormigas para armar la "tapiza", con piedras, trozos de madera, cañutos y todo lo que estuviera al alcance de la mano para "trancar" la fuerza turbulenta del río.
          La cosa no era tan fantástica como aparece a primera vista. En realidad, había jerarquías que era necesario respetar. No todos podían meterse a nadar al mismo tiempo. Los clásicos “caribes”, muchachos casi hombres, no permitían que los “mocosos” compartieran las mismas aguas. Una buena “hundida”, con la respectiva “tragada de agua” era el castigo que solía darse a los atrevidos. Los chicos debían esperar pacientemente hasta que los grandes decidieran irse.
          Eventualmente llegaban algunas mujeres a zambullirse en los pozos. Como los bañistas estaban completamente desnudos, porque no tenían otros interiores en la casa para cambiarse al regresar, al verse obligados a mojar los calzoncillos por la presencia de las damas, era habitual verlos secar las prendas íntimas al sol, o dándoles golpes contra las piedras secas y calientes. Ellos, por fin, se iban y entonces llegaba el turno para que los chicuelos pudieran divertirse a las anchas.
          En aquella época nadie sabía de “Los Vaos” y pocos habían ido a los “Siete Pozos de La Quinta”. Pero Las Escaleras, la Cascada de La Raya, Río Negro y El Puya se convertían en verdaderas expediciones infantiles. El “Pozo de Las Espumas” en río Negro sólo estaba permitido para hombres de verdad. En cualquiera de los lugares destinados como sitios de recreación acuática, invariablemente, la jornada terminaba en el delicioso autodescubrimiento de la virilidad masculina…
José de la Cruz García Mora

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