Pregonero
no tiene mar. Para los mozalbetes que crecieron en la población durante los
años setenta u ochenta del siglo veinte, en medio de la pobreza y las
limitaciones, era impensable imaginar una visita a las costas caribeñas para
contemplar la inmensidad del mar. Pero allí estaba el Pozo de Los Azules, el
Pozo de Los Picos, el Pozo de las Morochas, el Pozo de la Quebrada Blanca, el
Pozo de Los Muertos, el Pozo de la Piedra Azul, el Pozo de Las Carlinas, el
Pozo de Las Arañas y tantos otros.
En
las soleadas tardes de verano, cuando el sol descargaba todo el rigor térmico
sobre las espaldas de la muchachada, no faltaba quien propusiera el reto del
momento: "vamos a echarnos un clavado". La gente de Potreritos, El
Calvario, Corea y Plaza Miranda tenían predilección por el Pozo de Los Azules.
Era tan cristalino y fresco que a simple vista podía verse el fondo. La gente
de Capacho prefería enrumbar los pasos hacia la Quebrada Blanca. Pero las aguas
no eran tan claras.
El
Uribante, en cambio, era el mar del pueblo. Los pozos aparecían y desaparecían
del mapa al ritmo de las impetuosas crecidas del río. Hoy aquí, mañana allá,
pasado mañana nuevamente aquí y así sucesivamente. Pero siempre había un pozo
para el deleite de la niñez y la juventud. Eso sí, todos trabajaban como
hormigas para armar la "tapiza", con piedras, trozos de madera,
cañutos y todo lo que estuviera al alcance de la mano para "trancar"
la fuerza turbulenta del río.
La cosa no era tan fantástica como
aparece a primera vista. En realidad, había jerarquías que era necesario
respetar. No todos podían meterse a nadar al mismo tiempo. Los clásicos
“caribes”, muchachos casi hombres, no permitían que los “mocosos” compartieran
las mismas aguas. Una buena “hundida”, con la respectiva “tragada de agua” era
el castigo que solía darse a los atrevidos. Los chicos debían esperar
pacientemente hasta que los grandes decidieran irse.
Eventualmente
llegaban algunas mujeres a zambullirse en los pozos. Como los bañistas estaban
completamente desnudos, porque no tenían otros interiores en la casa para
cambiarse al regresar, al verse obligados a mojar los calzoncillos por la
presencia de las damas, era habitual verlos secar las prendas íntimas al sol, o
dándoles golpes contra las piedras secas y calientes. Ellos, por fin, se iban y
entonces llegaba el turno para que los chicuelos pudieran divertirse a las
anchas.
En
aquella época nadie sabía de “Los Vaos” y pocos habían ido a los “Siete Pozos
de La Quinta”. Pero Las Escaleras, la Cascada de La Raya, Río Negro y El Puya
se convertían en verdaderas expediciones infantiles. El “Pozo de Las Espumas”
en río Negro sólo estaba permitido para hombres de verdad. En cualquiera de los
lugares destinados como sitios de recreación acuática, invariablemente, la
jornada terminaba en el delicioso autodescubrimiento de la virilidad masculina…
José de la Cruz García Mora
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