Nadie sabe cómo llegó aquel magnífico y
divertido juego a las calles de Pregonero. En las temporadas vacacionales de
julio y agosto lo usual era elevar cometas en los potreros de don Abdón Pernía
—donde ahora está el Barrio Colinas del Uribante—, en La Popita o en el
“Bordo”, allá en el Barrio Corea. En la base del Cerro El Bolón solían florecer
los Pomarrosos. Mientras unos echaban al cielo las cometas multicolores, otros
iban de rama en rama buscando el apetitoso fruto silvestre.
Antes de Semana Santa se acostumbraba
a cazar peleas con filosos “Runches”, preparados con los tapones de refrescos,
o “Picar una Troya”, con trompos bien seditas o algunos “Tataretos”. Alguien se
inventó la noción del kin americano, consistente en romper el trompo perdedor
con una gran piedra. Por las noches se jugaba al “Ladrón Librado”, “Tonga”, “El
Pañuelo”. El juego de metras siempre fue una alternativa recreativa para
cualquier ocasión: radio, hueco, fosforeao, castillo, ojito.
En
algunas oportunidades, se podía ir con una rueda de caucho o un rin viejo de
bicicleta hasta río Negro, La Cañabrava, La Vatea, Las Escaleras, o correr
libremente y descalzo por las calles del pueblo. Eran competencias realmente
sanas, propicias para el desarrollo atlético de los muchachos, en cuya mente no
había malicia de ninguna especie. A veces se jugaba al beisbol con pelota de
goma y guantes de cartón. También al fútbol, o un “partido corrido”, juego
parecido al balonmano.
De
pronto, la muchachada del Barrio Corea se vio inmersa en un juego que desafiaba
las capacidades y destrezas físicas individuales. Uno la edad de Bruno, dos
pat’eclos, tres al revés, cuatro te pongo tu retrato, cinco de aquí te brinco,
seis coronita del rey, siete me pongo al lado de este, ocho el culo te lo
arremocho, nueve nadie se mueve. Diez al derecho y revés. Once campanita de bronce,
doce la vieja coce con un carretel número doce, trece la colita crece…, quince
con qué quieres que te pinche…
Esos eran los “cantos” más usuales,
mientras la fila de muchachos pasaba saltando sucesivamente sobre el que
estuviera “servido”, generalmente por impericia en el juego, o por ingresar
tarde a la competencia. Realmente era difícil que todos los críos ejecutaran
correctamente la seguidilla. Entonces, se volvía a comenzar desde cero. Allí
realmente había jerarquías implícitas entre los más habilidosos y los más
torpes. El reto consistía en llegar a 20 o 30 “Cantos” sin perder la secuencia.
Cómo
olvidar aquellos juegos que marcaron el tránsito entre la niñez y la
adolescencia. Las muchachas jugaban al quemado, la ronda de Doñana, el gato y
el ratón, o la papa. Pero había ingenio, habilidad, astucia, destreza,
velocidad, pericia, resistencia y todos los atributos físicos que necesita un
jovenzuelo para sobresalir en las competencias. Son recuerdos gratos que
palpitan en la memoria, llenan de regocijo las alforjas de la edad y traducen
las vivencias de una época que no volverá…
José de la Cruz García Mora
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