—¡Chacho grande si, chacho chiquito no!
Las
malas conciencias suponen erróneamente que el dinero puede comprarlo todo y al
mismo tiempo abrir las puertas del paraíso terrenal. Según esta falsa teoría,
los pobres están destinados a sufrir eternamente en el mar de las privaciones,
sin poder disfrutar las delicias materiales que la vida ofrece. Tales
paradigmas se le inculcan consciente e inconscientemente a los párvulos desde
la más tierna infancia.
¿Será por eso que hace unas décadas el
joven que tuviera un “medio” (Bs 0,25) en el bolsillo se podía considerar un afortunadísimo
potentado? Ese era el módico precio del pasaporte, con el cual el aprendiz de
macho cabrío podía viajar a las cálidas y fantásticas praderas de la dicha, sin
tener que acudir a los erógenos estímulos bíblicos practicados por el propio Onán.
Con un “real” (Bs 0,50) era posible convidar a otro amigo a comer la misma
manzana que probó Adán al cometer el primer pecado.
En
varios puntos de la población había ciertas mujeres de mala reputación. En las propias
casas de habitación recibían a los caballeros adultos que iban a satisfacer los
instintos carnales, luego de aprobar los poco rigurosos exámenes de galantería
pueblerina. No eran meretrices en el sentido estricto de la palabra, sino
damiselas otoñales que estaban dispuestas a diversificar opciones en las
relaciones clandestinas de pareja, para asegurar el incremento de los menguados
ingresos familiares.
Los varones con mayores apremios sexuales
acudían descaradamente a la “Flor del Verano” en el sector La Quinta, al bar de
Mercedes Roa en la parte alta de calle La Barranca, al prostíbulo regentado por
un célebre gay llamado Segundo, a la eterna casa de citas en Rio Negro o a
cualquier otro bar de la población, donde podían dar rienda suelta a los bajos
instintos. Las trabajadoras públicas y privadas del sexo, en todos los casos, se
negaban rotundamente a recibir en el lecho de amor a los menores de edad.
Las mismas alcabalas filosóficas ponía
María a los requerimientos sexuales de la muchachada de Corea y El Calvario. Ella
era una mujer entrada en años. Pero tuvo el privilegio de desflorar a unos
cuantos jovencitos e iniciarlos en las artes amatorias. Incluso, muchos
terminaron en el hospital, contagiados con la más clásica ETS y en manos de un
Inspector de Sanidad que tenía fama de sentir debilidad por los mancebos. Algunos
iban donde don Delfín Altuve a aplicarse las inyecciones terapéuticas.
En aquella época no se conocían los
términos técnicos que se aplican a las personas con disfuncionalidad y
dificultad en el aprendizaje. Para los muchachos, María simplemente era la
“Bobita”. Ella iba al río a buscar “orimaco” para los conejos o escobilla para
las escobas caseras. Los muchachos le recogían las hierbas con prontitud o le
ofrecían un medio por los servicios sexuales. Ella simplemente decía:
—¡Chacho
grande si, chacho chiquito no!
José de la Cruz García Mora
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