No
hay límites cuando la imaginación humana se proyecta hacia la fantasía y comienza
a volar libremente en el firmamento, como un papagayo multicolor y aerodinámico,
movido por las cálidas y frecuentes ráfagas de las brisas de agosto. Al llegar
las vacaciones escolares y quedar libres de las diarias responsabilidades de la
escuela, con hedonismo infantil, la muchachada se entregaba con deleite a la
sana distracción, buscando el sentido lúdico de la libertad en el vuelo de las
cometas.
El azulado cielo se llenaba entonces de
atractivos papagayos, cometas, barcos, estrellas, pico ´e loros, entre otros
volantines de construcción artesanal. El cielo uribantino era la expresión
policromática de la fecunda imaginación infantil. Aquellos niños y jóvenes no habían
recibido lecciones de Aerodinámica, Meteorología, Física o Geografía. Pero todos
esos conocimientos se aplicaban empíricamente en el diseño, confección y vuelo
de los mágicos juguetes voladores.
Casi todos los niños y jóvenes eran
verdaderos expertos en el arte de la confección de cometas, la medición exacta
de los frenillos, la preparación de la cañabrava o los cañutos, la decoración
de las alas y otros elementos estabilizantes, o la elección de puntos estratégicos
para el aprovechamiento del viento. Aquella era una distracción mágica y todos
creían firmemente en la posibilidad de invocar el viento con un silbido que no
tiene transcripción onomatopéyica.
Pancho Viloria tal vez fue el más
célebre constructor de papagayos en El Calvario. Samuel Vivas tuvo fama en el
sector del Mercado y Epifanio Lacruz en la parte alta de la avenida José Ramón
Torres. ¿Cuántos otros lograron la perfección en este arte popular en
diferentes años? Lo malo de las manifestaciones colectivas es que precisamente
carecen de autoría definida. La Popita, El Calvario, El Bordo de Corea, las
escaleras de Potreritos eran lugares predilectos para alzar vuelos.
Pero ningún lugar como los potreros
propiedad de don Abdón Pernía, ubicados entre los Barrios Santa Lucía y Colinas
del Uribante, donde cada tarde se reunía la muchachada a plantear las
acrobacias aéreas o la estabilidad absoluta de los volantines. Pancho Viloria
subió una vez hasta las cumbres de El Bolón para elevar un gigantesco papagayo.
Los testigos dicen que llevó más de diez rollos de Nylon, hasta que se hizo un
punto en el horizonte y no pudo bajarlo por la fuerza del viento.
También
se hacían los clásicos contrapesos, con dos piedras atadas en los extremos por
una pita, con la intención de “Cazar cometas” y robar pábilo. Pero lo más
emocionante era enviarle los célebres telegramas a las cometas, cuando ya no
quedaba más cuerda para soltar. Era el clímax de la emoción infantil, porque se
había alcanzado el límite de las posibilidades. Nadie sabe de dónde salía el
papel, pero siempre había un telegrama para enviar a través del ondulado y tenso
pábilo…
José
de la Cruz García Mora
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