lunes, 19 de agosto de 2013

Póngale un telegrama

          No hay límites cuando la imaginación humana se proyecta hacia la fantasía y comienza a volar libremente en el firmamento, como un papagayo multicolor y aerodinámico, movido por las cálidas y frecuentes ráfagas de las brisas de agosto. Al llegar las vacaciones escolares y quedar libres de las diarias responsabilidades de la escuela, con hedonismo infantil, la muchachada se entregaba con deleite a la sana distracción, buscando el sentido lúdico de la libertad en el vuelo de las cometas.
          El azulado cielo se llenaba entonces de atractivos papagayos, cometas, barcos, estrellas, pico ´e loros, entre otros volantines de construcción artesanal. El cielo uribantino era la expresión policromática de la fecunda imaginación infantil. Aquellos niños y jóvenes no habían recibido lecciones de Aerodinámica, Meteorología, Física o Geografía. Pero todos esos conocimientos se aplicaban empíricamente en el diseño, confección y vuelo de los mágicos juguetes voladores.  
          Casi todos los niños y jóvenes eran verdaderos expertos en el arte de la confección de cometas, la medición exacta de los frenillos, la preparación de la cañabrava o los cañutos, la decoración de las alas y otros elementos estabilizantes, o la elección de puntos estratégicos para el aprovechamiento del viento. Aquella era una distracción mágica y todos creían firmemente en la posibilidad de invocar el viento con un silbido que no tiene transcripción onomatopéyica.
          Pancho Viloria tal vez fue el más célebre constructor de papagayos en El Calvario. Samuel Vivas tuvo fama en el sector del Mercado y Epifanio Lacruz en la parte alta de la avenida José Ramón Torres. ¿Cuántos otros lograron la perfección en este arte popular en diferentes años? Lo malo de las manifestaciones colectivas es que precisamente carecen de autoría definida. La Popita, El Calvario, El Bordo de Corea, las escaleras de Potreritos eran lugares predilectos para alzar vuelos.
          Pero ningún lugar como los potreros propiedad de don Abdón Pernía, ubicados entre los Barrios Santa Lucía y Colinas del Uribante, donde cada tarde se reunía la muchachada a plantear las acrobacias aéreas o la estabilidad absoluta de los volantines. Pancho Viloria subió una vez hasta las cumbres de El Bolón para elevar un gigantesco papagayo. Los testigos dicen que llevó más de diez rollos de Nylon, hasta que se hizo un punto en el horizonte y no pudo bajarlo por la fuerza del viento.
          También se hacían los clásicos contrapesos, con dos piedras atadas en los extremos por una pita, con la intención de “Cazar cometas” y robar pábilo. Pero lo más emocionante era enviarle los célebres telegramas a las cometas, cuando ya no quedaba más cuerda para soltar. Era el clímax de la emoción infantil, porque se había alcanzado el límite de las posibilidades. Nadie sabe de dónde salía el papel, pero siempre había un telegrama para enviar a través del ondulado y tenso pábilo…
José de la Cruz García Mora



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