Pocos
viajeros en el mundo pueden darse el lujo de que el transporte público acuda
puntualmente a buscar las personas en la misma puerta de la casa. Esa era una
de las costumbres características de la sociedad uribantina en tiempos no muy
remotos. Marcelino Medina tal vez fue el ayudante o colector con más fama en
toda la geografía uribantina. Era el encargado de subir los bolsos, maletas,
costales y cajas a las grandes parrillas “portaequipajes” que tenían los
autobuses en la parte superior.
Ir a San Cristóbal era toda una novedad
y había que anunciarlo con bombos y platillos a todo el vecindario. Al caer las
luces de la tarde, los vecinos acudían a las oficinas de "Expresos
Continente" a solicitar el servicio de transporte a domicilio.
Invariablemente, Don Juan María Guerrero tomaba los respectivos apuntes en un
viejo cuaderno y luego entregaba la lista de viajeros al conductor del autobús,
exactamente a las nueve de la noche, con las direcciones precisas de los
usuarios del transporte.
A
las 4:30 de la madrugada se oía el zumbido inconfundible de las cornetas del autobús,
recorriendo las calles del pueblo para recoger a los pasajeros. Uno de los más
célebres conductores fue Bernardo Alcedo. Los hijos, Iván y Raúl Alcedo,
continuaron luego la zaga del padre. También estaba el servicio prestado por la
“Línea Unión Vargas”, aunque el autobús era el transporte preferido por las
clases populares, por los precios económicos del mismo.
La travesía hacia la capital del Estado
Táchira, por los extraviados caminos del páramo, terminaba siendo una odisea, bien
por los síntomas de mareo de muchos pasajeros o por la distancia del recorrido.
Eran viejas carreteras de tierra, sin engransonar y casi siempre en mal estado.
Un buen desayuno donde "La Turca" y la visita relámpago al Santo Cristo
de La Grita, permitían revitalizar el ánimo y continuar el viaje por El Cobre,
El Zumbador, Cordero, Táriba y San Cristóbal.
"Todo
niño mayor de 5 años, paga pasaje completo", decía el letrero en el fondo
frontal del autobús. “Saqué la cabeza por la ventanilla, para que maree”, recomendaba
algún experto a los mareados de turno. A nadie se le había ocurrido todavía
usar bolsas de plástico como ahora se estila. No se sabe si por la madrugada,
la multitud de curvas, la inexperiencia en el viaje o por otras causas, pero
era muy pocos los pasajeros que escapaba a los agobiantes estragos del llamado
“mal de páramo”.
Nunca
faltó algún pícaro que llamara por teléfono a las oficinas de “Expresos Continente”
para anotar a pasajeros ficticios, como Marcelo Aranda, cuando vivía en la
parte alta de la avenida, a quien Jesús Suárez hizo levantar en más de una
ocasión, cuando el ayudante del bus tocaba su puerta creyendo que se había
quedado dormido. El muchacho se levantaba somnoliento y juraba que él no se
había anotado. Es que don Juan María ya estaba anciano y no reconocía a los
muchachos de entonces…
José de la Cruz García Mora
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